Mi costumbre es deambular por las calles secundarias que trazan el complejo laberinto de mi barrio, calles donde el eco de otros pasos parece persistir. Fue en una de esas errancias que me enfrenté a una casa cuya fachada declaraba una suerte de melancolía arquitectónica. Poseía el aire de las moradas donde un anciano amado ha muerto, legando un silencio que pesa y roba energía. La paradoja era que el anciano, presidía desde el porche una venta de garaje llena de cachivaches.
Con sigilo me aproximé, conjeturando el hallazgo de algún objeto singular a un precio irrisorio. Mi atención fue capturada por un montículo de libros de bolsillo, todos firmados por un enigmático «J. C.». Al hojearlos, descubrí relatos de ciencia ficción, de crímenes no resueltos por detectives atléticos y lo que me pareció más notable, exploraciones de universos paralelos, historia alterna y ucronías. Un examen bastó para confirmar lo previsible: ediciones carentes de valor.
Mientras yo sopesaba un volumen de tapas gastadas, el anciano se me acercó con la parsimonia de quien ha visto pasar los siglos. En su mirada convergían la nostalgia y la resignación.
—Soy el autor —dijo, en un murmullo, señalando los libros con el mentón.
—¿Es usted J. C.? —pregunté, más por una suerte de cortesía formal que por un interés genuino.
Fue en ese instante que lo percibí. Un rasguido sigiloso, un rumor que no pertenecía del todo a nuestro plano, emanaba de un pequeño baúl de madera oscura, de un tamaño no mayor al de una maleta de mano. Al advertir mi atención fija en el cofre, el viejo procuró distraerme con un reloj y unos binoculares. Su esfuerzo fue vano. La pregunta brotó de mí, llena de curiosidad semifinjida.
—¿Qué secreto aloja ahí dentro?
El hombre suspiró, como quien se rinde a un destino ya escrito.
—Cronopiosfamas —respondió, y la palabra, quedó suspendida en el aire denso de la tarde.
— ¿Y cuál es su precio? —inquirí con frialdad, mientras hacia cálculos mentalmente.
—Esa caja no esta en venta —dijo con una media sonrisa—. Pero si la quiere, es suya. Ya no la necesito. Llévesela.
—La tentación es grande, ¿Me permitiría verlos?
Asintió con lentitud. Se arrodilló y alzó la tapa. Y los vi. Eran figuras de color verde (pues no pueden ser de otro color), del tamaño de una Barbie 1950, de cuerpos elásticos, calvos. Sus rostros, vagamente humanos y andróginos; la piel parecía ser a la vez su única vestimenta. Daban la impresión de ser muñecos medio reptilianos, afectados de ectrodactilia en manos y pies del lado izquierdo, completamente ajenos a las leyes de la Tierra. Pero el aire en torno a ellos vibraba con una energía latente.
—Me los llevo —declaré sin vacilar.
Tomé el baúl, y emprendí el regreso sintiendo que me había sacado un premio gordo de lotería. Apenas crucé el umbral de mi casa, la impaciencia me derrotó. Como un niño ante un juguete nuevo, deposité el cofre en el suelo y lo abrí.
El silencio fue abolido. Tres de ellos saltaron con una agilidad que desmentía su aparente inercia y, en un instante, transfiguraron mi sala en un escenario. Uno arrastró una mesita y se sentó ante una máquina de escribir Remington. Otro se vistió de payaso ansioso, y la tercera, de formas más suaves, se puso una peluca de pelirroja, unas gafas oscuras y uniforme de agente de la Gestapo. Los demás emergieron para ocupar sus roles predestinados.
El de la Remington tecleaba a una velocidad demencial; las hojas, como proyectiles de papel, eran atrapadas por los otros actores, quienes, en una coreografía febril y precisa, representaban un drama instantáneo, una escena de cine negro poblada de villanos absurdos y pistas delirantes, leyendo los guiones recién creados. El espectáculo duró apenas unos minutos de nuestro tiempo, pero en ese lapso sentí que el universo se había plegado sobre sí mismo y yo era el único espectador de tal maravilla.
Al concluir, con la misma disciplina inescrutable con que empezaron, desmontaron el prodigio. El mecanógrafo se me acercó y, con una reverencia solemne, me entregó el fajo de cuartillas aún tibias. Acto seguido, uno a uno, regresaron al baúl. La tapa se cerró con un chasquido suave y definitivo.
El silencio regresó, pero ahora era otro, más profundo. Intenté abrir la caja. Fue inútil. Estaba sellada como un volumen hermético, como si la cerradura no hubiese existido jamás. Adentro, el vacío. ¿Qué son, cómo existen, cómo respiran cuando habitan esa oscuridad?, es un misterio que me excede.
Pero poseo las hojas que me fueron dadas.
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José (JascNet), en su blog del Acervo de Letras, nos propone el siguiente reto para Agosto de 2025:
Cronopios son un tanto conflictivos.
ReplyDeleteMás al confrontar con Esperanzas y con Famas.
Saludos.
Saludis, si, me hiciste caer en cuenta de algo, asi que rebautice el relato, quedo con el nombre "Cronopios con alma de Fama", creo la esperanza... mmmm tocaria un proximo relato para incorporarlos
Delete¡A las buenas, J.C.! Menudo quiebro le has dado a tu cosmos narrativo. Te has puesto a observarlo todo desde un otero, como si el que narrase ya no fuese el artífice. He colegido al vuelo tus consabidos trebejos: la máquina Remington, ese primoroso requiebro a tu detective Ada y todo el tinglado de las sagas de Aragca como mentidero de la historia.
ReplyDeletePero, ¡ay!, todo ello envuelto en una tramoya aún más externa con esos Cronopios/Famas, sacando a la palestra a un J.C. ajeno y ya entrado en años. Cual si la voz cantante la llevara un advenedizo. El relato es pura metaficción de la que a ti te pirra, y un homenaje de postín al otro J.C., padre de las criaturas.
Chapó, caballero. A tus pies me tienes.