Lobezno en Mimas



Desde su nave espacial, el Gran Lobo Malo se prepara para aterrizar en Mimas, una de las más pequeñas lunas de Saturno. Le han contado que allí se encuentra una de las mejores tabernas del cuadrante Sigma de la galaxia. Aterriza y, con paso dubitativo, se aproxima a Five Points, un sitio donde espera consumir cerveza y quizá algo más con alguna de las chicas locales.

Al entrar, descubre que el lugar es todo menos hospitalario. Varias mesas están ocupadas por jugadores de póker; en una reconoce a Bill the Butcher, en otra, situada en una esquina opuesta, está el “Predicador” Vallon. El resto son una mezcla de bandas: los Death Rabbits, los Bowery Boys y, más allá, los Plug Uglies junto con otros pandilleros cuyo nombre ya no recordaba. Camina con cuidado hacia la barra, procurando que ningún “dedos largos” se acerque a esculcarle los bolsillos. Con agilidad esquiva un mordisco de Hell-Cat Maggie, la mujer de garras aceradas que intenta arrancarle un trozo de oreja.

Tras superar varios obstáculos, finalmente llega a la barra. Para su sorpresa, la tabernera es una bella rubia vestida de rojo. La capucha que lleva no alcanza a ocultar su rostro, y con un gesto elegante introduce en su boca una goma de mascar rosada.

—Dame un cóctel Manhattan.

—Buena elección, tenemos whisky canadiense y bourbon del sur —responde la rubia, inflando un globo rosado con el chicle que mastica, lo revienta y vuelve a tragárselo con naturalidad.

La dama mezcla los licores mencionados junto con otros similares y le entrega la bebida en un vaso modelado con el motivo del Empire State, con King Kong en la cima. Si se observa el curioso vaso al detalle, se puede distinguir en la mano del grotesco simio una figurita idéntica a la tabernera, que le guiña un ojo al Lobo Feroz, quien se ha detenido a contemplar la insólita escultura cristalina.

—Hace falta hielo aquí.

—Mi segundo apellido es Gélida —responde la rubia, y sin dudarlo escupe el chicle dentro del mini Empire State. El cliente contempla cómo la goma se transforma en cubos de hielo rosado.

—Cortesía de la casa —concluye ella con aire profesional.

Encantado por el servicio, el lobo aclara la voz y, antes de dar el primer sorbo, proclama:

—¡Por Nueva Ámsterdam!

De inmediato todo queda en silencio. La música de clavicémbalo que animaba el lugar y las conversaciones en las mesas cesan. Todos lo miran por un instante que parece eterno. Luego, como si nada, la música y el bullicio regresan, y cada cual vuelve a su rutina tabernaria.

La tabernera, curtida en esas lides, introduce rápidamente otros dos trozos de goma en su boca.

—No es usted de por aquí, ¿verdad?

—Tan solo voy de paso. Estoy llevando unos pasabocas a mi abuela.

—¿Te advirtió mamita que no entraras en la taberna?

—Solo me dijo que no bebiera demasiado.

—¿Y mencionó algo sobre mis hielos de chicle?

—Dijo que no los masticara —respondió, mientras apuraba el cóctel con rapidez.

—¿Y qué hace todo niño desobediente? —preguntó la tabernera Gélida, posándole cariñosamente una mano en el hombro y con la otra le dio una palmada en la nuca que casi le arranca la cabeza, provocando que el insólito hielo se le atragantara.

Al ingerir el extraño cubo, los ojos del lobito quedaron desorbitados y cayó al suelo, paralizado.

—No te preocupes, yo te cuidaré. Son solo los efectos de la ayahuasca y un poco de fugu japonés. En unos instantes estarás bien, casi como nuevo —indicó la misteriosa rubia. Pero él apenas escuchaba una voz lejana; su mente vagaba por dimensiones psicodélicas donde lo de adentro estaba afuera y toda lógica carecía de sentido, mientras atravesaba un mosaico de alucinaciones multicolores.

—Noicanícula, noicanícula —intentaba gruñir, sin poder coordinar los labios.

De pronto pudo ver con claridad: estaba en Times Square. En todas las pantallas aparecía proyectada la imagen de la tabernera, vestida con capucha roja y haciendo globos de chicle. Las imágenes le guiñaban al mismo tiempo. De la pantalla más grande comenzó a materializarse la Tabernera, que lo persiguió con intención de aplastarlo. Corrió hacia el único lugar posible: la Estatua de la Libertad, que parecía tener el mismo tamaño que la colosal figura televisiva. Pero horror de horrores: el rostro de la estatua era el mismo de la diabólica rubia. La imagen de la televisión y la estatua se unieron, formando una diosa de dimensiones colosales. Con una mano lo atrapó y trepó agilmente por las Torres Gemelas. Él  no podía creer lo que sucedía. Apenas escuchó el ruido de unos helicópteros artillados, su corazón no resistió más y murió de un paro cardiaco.

De vuelta en la taberna, la rubia, junto con un hombre que estaba jugando al póker y que se identificó como el Cazador analizaban el cuerpo inmóvil del incauto. Con profunda reverencia le entregó un puñado de dólares.

—Zaida cumple —murmuró la bella tabernera—. Te dije que te lo entregaría, y ahí lo tienes. Todo tuyo. ¿Deseas algo de chicle para pasar la noche, querido mío?

* * *

Relato para participar en la convocatoria del Tintero de Oro, Caperucita en Manhattan, 

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