Mucha gente cree que existen colegios de magia donde niños de todas las condiciones y pelambres aprenden los misterios de las ciencias ocultas, pero en el mundo real las cosas ocurren de manera muy distinta. Para empezar, la magia no se enseña en escuelas: un mago de renombre transmite parte de sus conocimientos a dos o tres aprendices que, por lo general, ni siquiera se conocen entre sí. Estos aprendices suelen pertenecer a familias nobles o, al menos, muy acaudaladas. Además, no son niños, sino adultos de más de veinticinco años. Y aun así, no todos logran el título de Mago o Hechicero. De hecho, solo seis personas —cuyas identidades permanecen en absoluto secreto— ostentan ese título.
El Barón Don Gabriel Cisneros de Montemayor, a los treinta y cinco años, entró al servicio de su “Maestro” hacia la década de 1950. Su primera misión consistió en leer los siete grimorios de Zaida, obras tan antiguas como enigmáticas, escritas antes de que el imperio Andirriano se desvaneciera en el olvido. Le tomó tres años leer y asimilar el primer tomo. Al cuarto año hojeó el segundo, se aburrió y lo abandonó. Renunció a convertirse en Mago y prefirió dedicarse a la entonces naciente industria de la cibernética. Gracias a su talento y fortuna, creó autómatas imposibles de distinguir de un ser humano. Llevó siempre una vida reservada. Murió de viejo. Sus hijos mantienen el castillo en buen estado, aunque ninguno se aventura al sótano donde el Barón concibió sus mayores creaciones.
Un día, Madame Circuita, la nana mecánica que el Barón había construido para cuidar a sus hijos, regresó a casa. Los Cisneros la dejaron entrar al laboratorio sin objeciones. Tras tantos años de abandono, el lugar estaba revuelto: cables, circuitos, bulbos y bobinas se amontonaban por el suelo. Sin dudarlo, Madame Circuita abrió unos archivadores y extrajo una pieza rústica de tecnología olvidada: un brazo mecánico forrado en cuero, rematado en una garra demoníaca. Sonrió como quien encuentra a un viejo amigo. Movió un par de engranajes y la garra comenzó a chirriar, emitiendo sonidos oxidados, casi sobrenaturales. Observó por unos instantes cómo se abría y cerraba. Era hipnótico. La dejó a un lado.
No era lo que había venido a buscar. Lo que necesitaba estaba justo frente a ella, cubierto por unas sábanas rotas y mohosas. Las retiró con disgusto. Bajo ellas, sorprendentemente bien conservada, apareció una especie de silla, más bien un trono, rodeado de válvulas, bulbos de vacío, bobinas de cobre, palancas y engranajes. Después de sí misma, Madame Circuita consideraba ese trono como la mayor creación del Barón: un dispositivo capaz de transportar a quien se sentara en él al interior de cualquier historia escrita. Con ese artificio podía viajar, si lo deseaba, a la Tierra Media de Tolkien, a Westeros de Martin o incluso al mundo desolado de Mad Max II. Sin ningún afán, sacó de su bolsillo una delgada novela: Cuentos completos de Aragca.
Se acomodó en el trono, ajustó algunas perillas, movió las palancas y tomó el libro entre las manos. Saltaron chispas; el ingenio empezó a vibrar y emitir silbidos. Hubo un crujido luminoso y Madame Circuita desapareció de esta dimensión.
Quizá una consecuencia previsible de emplear tecnología de los años cincuenta —además de estar obsoleta— es que el paso del tiempo cobra su deuda. El óxido y la fatiga de los materiales alteran el funcionamiento. Por alguna razón, Madame Circuita no llegó exactamente al mundo de Aragca, sino a algo anterior: el aparato la había trasladado al interior de uno de los primeros borradores del libro. Los personajes no estaban terminados, tenían otros nombres y propósitos; aun así, la historia era reconocible en sus líneas generales. El villano sí aparecía tal como siempre había sido. Los héroes, en cambio, estaban incompletos. El carabinero Carbonell, por ejemplo, aún no tenía compañera. Madame Circuita evaluó la situación. Dedujo que, si esas ideas tempranas se modificaban, podrían alterar por completo el curso de la historia.
Pensó que, si se hacía pasar por la futura compañera de Carbonell, podría influir discretamente a favor de los villanos. Decidió teñirse el cabello de rojo y ponerse unas gafas oscuras. Cuando Carbonell caminaba hacia la estación de policía, ella eligió interceptarlo fingiendo un tropiezo. Simuló caer. Carbonell la ayudó a levantarse; ella, algo ruborizada, se disculpó:
—No me fijé por dónde caminaba, mil disculpas.
—No, no, ha sido culpa mía —respondió él.
Madame Circuita sonrió y, sin vacilar, añadió:
—Soy Ada Escualo. Acabo de llegar a la ciudad y no logro ubicar el cuartel de policía. Trabajo como detective.
Carbonell también sonrió. —Entonces es su día de suerte. Me dirijo allí mismo, puedo acompañarla.
Con un gesto hábil, casi instintivo, Madame Circuita tomó del brazo al héroe, y juntos se alejaron por la calle, conversando con aparente naturalidad, como si siempre hubiesen sido un par de enamorados.
---
Relato para participar en el concurso de magia y fantasía del blog Tintero de oro, diciembre 2025
Comments
Post a Comment