Es un tanto precario describir el incidente que ocurrió hoy, aunque no se trató de un evento poco común. Iba en mi limusina por las calles de Nueva Caledonia, rumbo a mi lugar de trabajo: el rascacielos de Industrias Ishii, quizá uno de los cuatro más altos del país. Soy la CEO de la oficina local.
Al doblar una esquina noté un puesto de venta de revistas y, con el rabillo del ojo, distinguí el cómic de la semana: ADA y Hulla resolviendo el caso de los jueces del reality.
Me pareció extraño, pero mantuve el rostro impasible. Evidentemente no iba a pedirle al chofer que se detuviera para comprar un ejemplar; habría sido un gesto impropio, una excentricidad capaz de encender las alarmas de la Nomenclatura. Así llamamos al reducido grupo de industriales, políticos y nobles que controlamos el destino de la nación. Somos doce. Nos conocemos bien. Y ellos me conocen a mí.
La Nomenclatura existe desde hace siglos. No llegué allí por mérito, sino por línea de sangre: mi padre y mi abuelo fueron miembros. Aprendí observándolos.
Al ver la revista comprendí algo de inmediato: la realidad había sido alterada de forma profunda. Hulla era un personaje cancelado desde hacía décadas, un precursor de Carbonell. Su reaparición indicaba que me encontraba en un mundo distinto al que conocía, uno peligrosamente inestable.
¿Sería yo la única en notarlo?
¿Era una extranjera en ese nuevo universo, o una nativa que aún recordaba la versión anterior?
¿Debía intentar reconstruir la línea original?
Y lo más inquietante de todo:
¿qué —o quién— había provocado el cambio?
Espero que se comprenda mi extrema cautela ante el evento. Por esa razón decidí mantener la calma y continuar con mi día como si nada hubiese ocurrido. El chofer me llevaría al estacionamiento subterráneo del edificio y, desde allí, tomaríamos el ascensor privado directo al último piso.
Una vez arriba, atravesaría las oficinas de la dirección general como siempre: sin detenerme, sin mirar a nadie, escuchando apenas los saludos de quienes trabajan allí. Pero no solo hay personas en ese espacio. Parte de la decoración es una estatua de oro dedicada a la diosa Zaida. Nunca me ha agradado. Tengo la sensación de que me observa, de que me sigue y me juzga. La conservo porque pertenece a mi familia desde hace generaciones y porque mi abuelo hablaba bien de ella. Aun así, prefiero mantener distancia de ese tipo de asuntos místicos.
Entraría a mi oficina y cerraría la puerta, buscando privacidad. Mi primer movimiento sería no informar a ningún otro miembro de la Nomenclatura sobre mi hallazgo. Por experiencia sé que ser quien mueve primero en un juego donde los rivales son tan hábiles como uno implica un riesgo innecesario.
Dejaría que las cosas siguieran su curso, observando. No todos poseen mi natural cautela. Tarde o temprano alguien más notaría el cambio y entraría en pánico, convocando una reunión de emergencia. Ya ha ocurrido antes.
Y en ese terreno —el de las intrigas— sé moverme con soltura.
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En uno de los salones del exclusivo club "Los Avellanos", una figura discreta se aproxima a un hombre solitario, sentado en una mesa reservada para VIPs.
—Pero mírenlo… ¿no es acaso Truhanio van der Waals? Qué ocasión tan singular nos concede hoy tan ilustre presencia.
—Barón von der Waals, para ser precisos —corrigió el aludido, sin levantar la vista.
—Desde luego. ¿Concedería el señor Barón, en un gesto de cortesía entre iguales, que otro Barón le acompañe a degustar algunos… selectos etílicos brebajes?
—Querido Feloncio Sterling, sabes bien que siempre he apreciado tu compañía. Haz los honores.
Tras aquella introducción tan poco común —aunque perfectamente acorde con dos Barones de su talla— y sin despertar sospechas entre los demás comensales, Truhanio bajó la voz. Observó de reojo al recién llegado y luego al resto de los presentes antes de hablar.
—¿Lo has notado?
—¿Notado qué?
—La anomalía.
—¿Cuál anomalía? ¿La joven que canta al fondo del salón?
—Veo que no estás al tanto.
—No me des rodeos. ¿Qué ocurre?
—No te inquietes. Es algo que debe saber la Madame.
—¡Eh! —susurró Feloncio, tensando el gesto—. Ese nombre no se pronuncia a la ligera. Si pretendes involucrar a Bilana de Varenne, será bajo tu propia responsabilidad.
—El asunto lo amerita. Ya lo verás.
—Más te vale que no sea otro de tus juegos. La última vez apenas salimos indemnes.
—No lo es. Esta vez estamos ante algo que excede nuestras posibilidades. Necesito que todos estén al tanto… y solo ella, como CEO de Ishii, puede conceder ese favor.
-o-
Convocar una asamblea extraordinaria de la Nomenclatura no solo es riesgoso, sino completamente inadecuado: levantaría sospechas inmediatas tanto entre aliados como entre enemigos. Mis adversarios podrían interpretarlo como el momento perfecto para atacar, y mis aliados, por simple instinto de supervivencia, podrían cambiar de bando. Por ese motivo —y por otros tantos, algo cansinos de relatar— decidí esperar a la siguiente sesión ordinaria.
Celebramos tres al año. El asunto del barón von der Waals sería tratado como un punto secundario, poco antes de cerrar la minuta del día.
En esas reuniones, entre los doce miembros, todo transcurre dentro de una rutina cuidadosamente ensayada: se habla del mercado, de la política, de rumores de celebridades, de las oportunidades de Nueva Caledonia frente a otras potencias. El nombre de Aragca y el de su rey aparecen con frecuencia, como corresponde al vecino más influyente de nuestra particular región.
Una vez agotados los temas habituales, intervine con un tono deliberadamente cansino, como si anunciara una nimiedad.
—Para el punto final habrá una breve intervención del barón von der Waals, aquí presente, acerca de un asunto editorial.
No se hizo esperar. Se incorporó y comenzó a hablar con aire solemne.
—Estimados miembros de la Nomenclatura, seré breve. Quisiera formularles una pregunta sencilla: ¿cuánto tiempo lleva el gendarme Hulla siendo el compañero de aventuras de la detective Ada Escualo?
Se escucharon algunos murmullos. Fue don Álvaro de Montellano y Rivas quien, dirigiéndose a mí y no al barón, intervino:
—Madame de Varenne, con todo respeto, considero que el asunto del barón es de índole personal y no corresponde tratarlo en una reunión de la Nomenclatura.
—Me temo que aún no hemos escuchado todo lo que el barón tiene que decir —respondí con sequedad.
—Siempre ha sido así —intervino entonces la miembro más antigua de la Nomenclatura, doña Beatriz de Orellana—. Hulla y Ada llevan muchas décadas publicados como compañeros. No hay nada extraño en ello.
Doña Beatriz era, además, baronesa y portadora de otros títulos nobiliarios imposibles de enumerar aquí.
—Me temo que no es así como yo lo recuerdo —replicó de inmediato el barón—. Si mi memoria no me falla, la publicación se llamaba Ada y Carbonell.
—¿Carbonell? —dijeron casi al unísono varios miembros de la Nomenclatura.
—Jamás se ha escuchado ese nombre, al menos no en Nueva Caledonia —afirmó don Álvaro, ya rojo de cólera.
—Si lo que usted dice es correcto —y tal vez podría serlo— implicaría que hubo un cambio en la realidad. El problema es que nadie lo habría notado… excepto, claro está, gracias a la astucia e inteligencia de alguien tan brillante como el señor barón —apuntó doña Beatriz.
—La pena por difundir rumores sobre alteraciones de la realidad está claramente consignada en los apartados de Mundos Paralelos —añadió don Álvaro, casi sonriendo—. Allí se especifica que tales faltas implican cárcel y aislamiento para el infractor.
—A lugar —exclamé.
Sin demora, tomé el intercomunicador y me expresé con absoluta claridad:
—Guardias, arresten al señor barón. Será recluido en La Gorgona, nuestra prisión de máxima seguridad. Se requiere aislamiento total.
-o-
Una de las cosas que mejor funciona en Nueva Caledonia es el sistema judicial cuando se trata de impartir justicia. Basta con que la Nomenclatura señale a alguien como reo para que la bien aceitada maquinaria carcelaria se ponga en marcha a toda velocidad. En menos de dos horas, el buen Barón ya estaba ingresando en su celda definitiva.
Mucho se habla del lujo que rodea a Aragca, pero Nueva Caledonia no se queda atrás. Más que un penal, La Gorgona parecía un hotel de cinco estrellas. Sus instalaciones hacían que las viviendas del ciudadano común del país parecieran simples establos sucios. La razón era evidente: La Gorgona estaba destinada a albergar criminales de alto perfil —nobles, banqueros, políticos, místicos y otras personalidades de probada importancia o fortuna—.
Cuando el guardia indicó la celda asignada al señor Barón, este entró solo en su lujosa suite. Sin embargo, no estaba vacía.
No tuvo tiempo de reaccionar. La mujer que se encontraba en el interior, vestida con un atuendo blanco que recordaba vagamente al de un ninja, le hizo un gesto para que guardara silencio y habló en voz baja:
—Sea precavido, señor Barón. No está usted solo en estas penalidades. Los de mi orden, la Hermandad del Cuervo Blanco, hemos decidido velar por su seguridad. Y nada mejor que esta prisión. Más que un lugar de custodia y castigo, esta celda servirá como hogar protector.
—¿Hermandad del Cuervo Blanco? —replicó el Barón con sequedad—. Jamás he oído hablar de ella.
—Somos discretos. Todo se remonta al pasado, cuando apareció por primera vez un cuervo albino. Desde entonces luchamos a favor del bien en el mundo.
—¿Y qué particularidad ha atraído la atención de su hermandad hacia mi humilde persona?
—Sabemos de la anomalía. Uno de los hermanos tuvo visiones y nos habló del suceso que acontece y perturba a la Nomenclatura. Nadie más, salvo él, vio o sintió algo extraño. Pero cuando el Principal de la Orden tuvo conocimiento de su caso, me envió a investigar. Ambas novedades están, como es obvio, relacionadas. Se me encomendó protegerle y mantenerle, en lo posible, en una sola pieza.
—Es reconfortante saber que cuento con aliados tan distinguidos. ¿Cuál será el siguiente paso?
—Por el momento, guardar discreción. Tal es nuestro lema. Pronto estará en libertad. Estamos moviendo cielo y tierra.
Sin esperar respuesta, la misteriosa interlocutora salió por la puerta de la celda. La cerró con un golpe firme, y el Barón percibió cómo, desde el exterior, accionaban varias veces el cerrojo, como recordándole que seguía en una prisión estrictamente vigilada.
-o-
Ha pasado algún tiempo y llegó el momento de otra de esas rutinarias y tediosas reuniones de los Doce. Recuerdo que, una vez que los once presentes tomamos nuestras posiciones y nos atrincheramos para defendernos o atacar directo a la garganta a nuestros rivales, se hizo la lectura del orden del día. Como de costumbre, hice colocar el tema del Barón al final, en la sección de "varios".
Cuando llegó el turno, indiqué a la plenaria que el Barón debía ser restituido de inmediato en sus funciones. Vi algunas caras de asombro, otras ni se inmutaron y unas dos de enojo. Apenas dije «restitución», como por arte de magia, entró el Barón vestido con traje de ceremonia antiguo, mostrando todos sus honores militares.
Lo invité a tomar su asiento diciendo: «Esta corte encuentra completamente inocente al Barón Truhanio van der Waals de los falsos cargos de conspiración para alterar la realidad. Nuestras investigaciones demuestran que es imposible crear o generar universos alternos, siendo el asunto más un tema de especulación que de conspiración. Por lo tanto, se restituye —de acuerdo con las ordenanzas— al señor Barón aquí presente a sus funciones como honorable miembro de esta nomenclatura y se le hace beneficiario de una indemnización por su tiempo en la cárcel y por los daños y perjuicios que haya ocasionado dicha conducta. Pasa, por tanto, a ser poseedor de una renta vitalicia heredable a perpetuidad, más la administración de cuatro condados al sur de Nueva Caledonia. Comuníquese y cúmplase».
Disfruté mucho pronunciando tal proclamación mientras veía los rostros de los otros miembros; sé que estarían pensando que ahora yo sería mucho más peligrosa. Un homenaje de ese calibre al Barón lo colocaba de inmediato en posición de ser un aliado de gran talla a mi lado. Quizás no lo vieron venir: nunca nadie supo que yo era la única persona en este mundo que notó un cambio de realidad. ¿Y qué? ¿Iba yo a cambiar todo a como era antes? ¡No! En esta realidad soy alguien, tengo todo el poder a mi disposición.
En realidad, el Barón jamás fue consciente de que hubiese un tal Carbonell, pero tuve que confiar en él; le dije que creara esa historia ante la nomenclatura y que lo iba a recompensar grandemente. Él cumplió su parte, jugó bien. Sé que, por el momento, me he ganado un gran aliado que consolidará mi poder. ¿Y la Hermandad del Cuervo Blanco? Ja, ja... yo la inventé para la ocasión; supongo que soy la «Principal de la Orden». Es claro que en esta «Nueva Caledonia» que surgió de la nada, yo, Madame Bilana de Varenne, soy el ser más poderoso imaginable y no pretendo mover un dedo para cambiar eso. Por ello, a partir de este momento, Carbonell desaparece... ¡Viva Hulla, nuestro héroe nacional!
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¡Brutal! A mí sí me engañó : Deseé incluso la pertenencia a La Orden del Cuervo Blanco y es un Sofisma. Tan bien trabajado está este texto que tiene resonancias de quien sabe hacer investigaciones troncales tipo "El Silmarilion" de Tolkien. Una cosa Querido Hugo (sé con lo bien que escribes , que debe ser un error del teclado) ...enmienda donde dice "a lugar–exclamé" por "ha lugar" (entiendo que se explica en castellano antiguo y es el verbo haber. Un Abrazo y Feliz MMXXVI para uno de mis grandes amigos transatlánticos, El Mejor, de Hecho, ¡¡¡ Bravo por tu Amistad!!! 🇪🇸 🎩 🕵️♂️
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